Igualdad y prohibición de discriminacíón

Claudio Palavecino 2 May 200902/05/09 a las 00:25 hrs.2009-05-02 00:25:02

El artículo 19 Nº 2 CPR enuncia en su primer inciso el principio de igualdad ante la ley y, en el inciso siguiente, prohíbe efectuar “diferencias arbitrarias”. En este artículo no se habla propiamente de “discriminación”, sin embargo, nadie discute que la expresión empleada en su lugar, “diferencias arbitrarias”, comprende aquella noción. Ahora bien, la prohibición de discriminación fue concebida por el Constituyente como una manifestación o especificación de la regla genérica de igualdad ante la ley, sin que, por tanto, venga dotada ex origine de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma. Por su parte, y determinadas por este dato histórico, tanto la jurisprudencia de los tribunales, como la doctrina científica chilenas, vienen considerando el art. 19 Nº 2 CPR como un bloque unitario, entendiendo que el precepto contenido en el inciso segundo prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.
Lo anterior pone en evidencia un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores. El motivo de la distinción es, por tanto, algo más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.
La fórmula amplia utilizada por el Constituyente, si bien extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, en cierta medida banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor disvalor de aquélla.
Además, la prohibición de discriminación concebida como mera concreción del principio de igualdad perjudica el sentido “promocional” que esta cláusula tiene en el derecho internacional y comparado, pues mientras el principio de igualdad fija sólo un límite de acción al legislador, la interdicción de la discriminación concebida como un trato desfavorable contra una categoría o grupo determinado de personas, justifica la adopción de medidas positivas a favor de los colectivos socialmente discriminados. No obstante, la eventual adopción de medidas especiales de protección o asistencia y, en general, otras acciones del Estado que signifiquen un trato diferenciado, tienen de todos modos cobertura constitucional desde el deber del Estado de “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional” (art. 1º inc. final CPR).
De otra parte, la prohibición de discriminación como meramente accesoria respecto de la garantía de la igualdad ante la ley, plantea la cuestión de la eficacia horizontal de aquella prohibición. Como observa la doctrina comparada (BILBAO-UBILLOS), «mientras que el principio de igualdad ante la ley es un mandato que parece dirigirse a los poderes públicos, y muy particularmente al legislador, la lucha contra la discriminación no puede detenerse en el frente legislativo. No basta con desterrar la discriminación “legal”, eliminando cualquier vestigio de discriminación en las normas del ordenamiento estatal. Hay que combatir la discriminación “social”, los usos o conductas discriminatorias privadas que tengan una proyección social, y resulten, por ello, intolerables».
Pero la prohibición del art. 19 Nº 2 CPR tiene un sujeto pasivo calificado, a saber: los poderes públicos (“Ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer diferencias arbitrarias”), de modo que no es una norma aplicable directamente a conductas privadas discriminatorias. Con todo, y pese a la estrechez de su ámbito subjetivo, el precepto citado no debe ser leído sensu contrario, como si fuera una tácita aceptación de las prácticas discriminatorias de individuos y entidades privadas. Tal intelección sería perversa, porque la discriminación es radicalmente contraria a la dignidad humana, fundamento suprapositivo y supraconstitucional, y absurda, por contradecir la norma inaugural de la propia Carta Fundamental, cuya función es prescriptiva. «Así, cuando el art. 1º de la Constitución declara que “todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, [...] está queriendo decir que con esa disposición se establece un estándar de conducta, un deber ser consistente en que a todo hombre y mujer se asigna normativamente un conjunto similar de derechos y libertades, y la dignidad aparece, en tal caso, como límite del trato permitido» (FIGUEROA).
La exclusión de los particulares del ámbito de aplicación del art. 19 Nº 2 CPR no impide, pues, sostener la eficacia inter privatos del principio de no discriminación porque, como, acabamos de ver dicho principio viene también implícito en el art. 1º de la Carta Fundamental y los preceptos constitucionales obligan tanto a los titulares o integrantes de los órganos estatales “como a toda persona, institución o grupo”, según lo señala el art. 6º inc. 2º de la CPR. Sin embargo, este rodeo hermenéutico debilita la eficacia de la prohibición, la cual, fundamentada ex art. 6º CPR, sólo puede ser mediata o indirecta ya que, de acuerdo con el inciso final del mismo precepto, “la infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determine la ley”. La vinculación de los particulares al principio de no discriminación en nuestro ordenamiento jurídico no es, por tanto, una consecuencia inmediatamente aplicable ex Constitutione, sino que requiere para su operatividad de una intervención previa del legislador, encargado de concretar el alcance del principio en cada uno de los ámbitos o escenarios regidos por el Derecho Privado.

Subcontratación y negociación colectiva

Claudio Palavecino 26 Abr 200926/04/09 a las 18:38 hrs.2009-04-26 18:38:26

Por imposición de la legislación laboral, el empresario que contrata con otro la ejecución de determinadas obras o servicios ha debido transformarse en codeudor solidario y fiscalizador de las obligaciones laborales, previsionales y hasta tributariasde sus contratistas y subcontratistas. A las cargas que explícita e implícitamente trajo la ley de subcontratación, se añade el peso de lo que podríamos llamar “su mitología”. En efecto, durante la vigencia de la nueva legislación se ha pretendido imponer a las empresas que subcontratan obras o servicios, obligaciones que no tienen ningún fundamento jurídico, sino que son fruto de la mera imaginación, del malentendido o derechamente de la mala fe. Son los mitos de la subcontratación.
Uno de estos mitos es la idea según la cual la empresa principal estaría obligada a negociar colectivamente con los trabajadores de sus contratistas. Bajo el influjo de semejante quimera se han producido en el país movimientos de presión por parte de trabajadores de empresas contratistas que, atentando contra el orden público, buscan imponer una negociación colectiva informal, no con sus respectivos empleadores, sino que directamente con la empresa principal.
Debe tenerse presente que el ordenamiento jurídico chileno, tanto en el estrato constitucional como en el legal, reconoce a los trabajadores el derecho a negociar colectivamente. El ejercicio de este derecho supone la existencia de una obligación o deber correlativo de negociar que, de acuerdo al modelo normativo vigente, afecta únicamente al empleador, esto es, a “la persona natural o jurídica que utiliza los servicios intelectuales o materiales de una o más personas en virtud de un contrato de trabajo.” (art. 3°, letra a) CT).
En la situación del trabajo en régimen de subcontratación –salvo hipótesis de simulación u otros subterfugios que deben ser demostradas en juicio- el derecho a negociar colectivamente de los trabajadores del contratista impone la obligación correlativa únicamente a este último, en su calidad de empleador, sin alcanzar a la empresa principal, que es un tercero ajeno al contrato de trabajo. Los procesos de negociación colectiva formal o informal que involucren a sus contratistas o subcontratistas son inoponibles frente a la empresa principal, de una parte, porque la ley ha limitado su responsabilidad frente a los trabajadores de contratistas y subcontratistas a obligaciones de naturaleza pecuniaria, excluyendo las obligaciones de hacer y, por otra parte, no se ha establecido normativa especial que amplíe la legitimación negocial a sujetos distintos que el empleador laboral.

Relación de trabajo sin contrato. Una incursión por su historia.

Claudio Palavecino 16 Abr 200916/04/09 a las 11:08 hrs.2009-04-16 11:08:16

Como nos recuerda Hattenahuer, la doctrina de la autonomía de la voluntad resultaba sospechosa tanto para los socialistas de Weimar como para los socialistas nacionalistas de la Alemania hitleriana. Debía, por tanto, quedar constreñida al espacio que le concediera provisoriamente el Estado, antes de ser expulsada por completo del tráfico jurídico. En 1935, Karl Larenz definió el contrato como “una relación jurídica integrada en el orden general de la nación, cuya configuración dependía en primer término de dicho orden y, sólo después, de la determinación de las partes interesadas”. Por las mismas fechas y ante el incremento de negocios jurídicos decretados y configurados en su contenido por el Estado, precisamente un laboralista, Nipperdey introdujo la categoría del “contrato forzoso”. Sin embargo, el paso decisivo lo dio, en 1941, Günter Haupt, con su ensayo Entorno a las relaciones contractuales fácticas, observando que “éstas no se basan en la conclusión de un contrato, sino únicamente en precedentes factuales”.
En el ámbito del Derecho del trabajo, se produce una regresión al Derecho germánico, a la Treudienst verhältnis, Treueverhältnis o relación de servicio fiel existente entre el caudillo y su séquito. Esta relación no surgía de un acuerdo o pacto entre Führer und Gefolgschaft (conductor y conducidos) sino de un juramento del germano a los dioses (Treue). Como explica Hattenhauer:
El juramento no era un contrato. La estabilidad del orden jurídico no descansaba en las promesas de los usuarios del Derecho, sino en el poder de la divinidad. No importaba cómo ni por qué se había jurado; bastaba la mera ejecución de la fórmula mágica para que resultara una obligación legal. Las fórmulas y lo gestual eran decisivos por sí mismos. […] Resultaba irrelevante jurar bajo coacción o erróneamente, o que el juramento provocase un resultado inmoral. Lo determinante para que se desencadenara el efecto automático del juramento era pronunciar textualmente la fórmula del juramento con el contenido gestual preestablecido.
El Derecho germánico, al dar supremacía a lo externo, a lo fáctico, a “la realidad”, ofrecía a los juristas nazis presupuestos teóricos de irreprochable pureza a partir de los cuales desterrar por completo del ámbito laboral la autonomía de la voluntad, noción ésta demasiado meridional, demasiado francesa, demasiado “subjetiva” para el gusto de la época. Wolfgang Siebert elaboró su teoría de la Arbeitsverhältnis (relación de trabajo), cuyo nacimiento “se desligaba por completo de la voluntad de las partes, convirtiéndola en una situación fáctica social anterior a la voluntad privada”.
…el pensamiento fundamental de la teoría de Siebert […] es el de establecer la incorporación a la comunidad de producción –Eingliederung in die Betriebs gemeinschaft- como fundamento de la relación de trabajo. Siendo metodológicamente necesario destruir el contrato de trabajo tradicional para llegar a la plena formulación de la doctrina de la relación de trabajo, Siebert considera “que sería puramente formal y sin ningún valor práctico designar la relación de trabajo como un contrato en la acepción o sentido del término en el Derecho civil”
Para Siebert, la relación de trabajo no es, pues, una relación obligacional nacida de un acuerdo de voluntades, sino una relación de ocupación o empleo en la que la situación se origina y determina por una situación de hecho, a saber, la incorporación del trabajador a la comunidad de trabajo, independientemente de que exista o no una obligación de prestar trabajo.
La teoría de la Arbeitsverhältnis tuvo un ardoroso defensor en el juslaboralista mexicano Mario de la Cueva, quien elaboró su particular versión de la misma, el “contrato-realidad” que “existe, no en el acuerdo de voluntades, sino en la realidad de la prestación del servicio y porque es el hecho mismo del trabajo y no el acuerdo de voluntades, lo que determina su existencia”.
Pero, salvo esta excepción, tras la caída del nazismo la teoría de la relación de trabajo quedó desacreditada, cuando menos en el ámbito iberoamericano. No así el anticontractualismo, ni la mística corporativista de la “comunidad empresarial”, que hallaron nuevo cauce, esta vez, en una fórmula ideológica aparentemente más presentable que la de Siebert y, para mejor, francesa: la teoría de la institución de Maurice Hauriou. Fue Paul Durand quien proyectó la teoría institucionalista a la explicación de la naturaleza jurídica de la empresa, concibiendo ésta como una colectividad jerarquizada que conjuga solidariamente los intereses del jefe –empresario- y de los trabajadores. Bajo este enfoque, “los elementos humanos, sumados a los materiales, dan origen a un conjunto orgánico que busca alcanzar una finalidad, consistente en la obtención del provecho mediante el ejercicio de una actividad económica determinada”. De forma parecida a la teoría alemana, la pertenencia a la institución se produce por la integración real, por la aceptación y ejercicio de los deberes y funciones propios de la colectividad. El propio Durand observó la congruencia de la concepción de la relación de trabajo con su concepción de la empresa como institución, agregando que “aucun obstacle grave n’empêche la transposition, en droit Française, des principes sur lesquels repose la théorie de la relation de travail”.
Me he permitido esta brevísima incursión por la genealogía del contrato de trabajo fáctico, para llamar la atención sobre el contexto en que surge la idea de relación de trabajo sin contrato y la pulsión ideológica, evidentemente totalitaria, a la que obedece y cómo, además, dicha teoría se vincula íntimamente con los conceptos organicistas-institucionalistas de la empresa. Tampoco estaría de más recordar que esta concepción organicista de la empresa aparece reconocida normativamente en Chile en el DL 1006 de 1975 (Estatuto Social de la Empresa) y en el Acta Constitucional N°3 de 1976, cuando todavía gozaban de cierta influencia dentro del Régimen Militar algunos ideólogos simpatizantes del corporativismo franquista, por cierto a esas alturas superado hacía tiempo en la propia España

La prohibición de suministro de trabajadores entre empresas relacionadas

Claudio Palavecino 12 Abr 200912/04/09 a las 23:50 hrs.2009-04-12 23:50:12

La Ley 20.123, junto con permitir, en determinados casos, el suministro de trabajadores por empresas autorizadas, lo ha prohibido expresamente entre empresas que formen parte de un mismo grupo. El nuevo art. 183-I del Código del Trabajo dispone que “las empresas de servicios transitorios no podrán ser matrices, filiales, coligadas, relacionadas ni tener interés directo o indirecto, participación o relación societaria de ningún tipo, con empresas usuarias que contraten sus servicios”.
Según parece, lo que se quiere con esta norma es evitar que las empresas generen empresas de suministro con el solo fin de interponerlas en la contratación de la mano de obra. En este sentido, Figueroa y Schwenke señalan que “lo que busca esta norma es evitar que el suministro de trabajadores sea un mero encubrimiento del verdadero empleador. El empleador, por diferentes motivos, como por ejemplo excluir a ciertos trabajadores de los beneficios de un contrato colectivo, o para pagarles remuneraciones menores, puede verse inducido a crear una empresa de suministro de trabajadores que le proporcione parte de la mano de obra que necesita. En efecto, mediante la autocontratación con una empresa de servicios transitorios, con la cual se encuentre ligada o sencillamente es una prolongación simulada de la misma, se limitan o vulneran derechos como el de sindicación y negociación colectiva” .
Es muy probable que éstas hayan sido las consideraciones tenidas a la vista a la hora de introducir la prohibición de suministro entre empresas relacionadas, no obstante, esta argumentación trasparenta los motivos conductores de la nueva legislación, a saber, una mal disimulada aversión por toda forma de descentralización y, como consecuencia derivada, la permanente confusión de dos planos, desde que, en este y otros casos, se aplica, con carácter general, tanto al actuar lícito como al actuar ilícito, una misma solución normativa, la cual debería regir sólo frente al actuar fraudulento. Para el legislador resulta, pues, inconcebible un suministro lícito entre empresas relacionadas. Se presume de derecho la mala fe. Fundada en esos motivos espurios, la prohibición de suministro entre empresas relacionadas resulta limitación desproporcionada de la garantía constitucional de la libertad de empresa. Por lo demás, si la razón ha sido evitar los fraudes por interposición de terceros, la prohibición no se justifica, puesto que la ocultación de la persona o del patrimonio del empleador a través de toda clase de subterfugios ya están severamente sancionados en el art. 478 [507] del Código del Trabajo.

Quis custodiet ipsos custodes?

Claudio Palavecino 6 Abr 200906/04/09 a las 19:39 hrs.2009-04-06 19:39:06

¿Quién vigilará a los vigilantes? Así cuestionaba el poeta satírico Juvenal, la figura todopoderosa de los guardianes, según los concibiera Platón en La República.
La misma duda me surgió, tras la lectura de las acerbas críticas que formulara (La Semana Jurídica N° 359), el profesor José Luis Ugarte, contra la jurisprudencia de protección de la Corte Suprema (CS), la cual viene limitando la función fiscalizadora de la Dirección del Trabajo (DT) a “ilegalidades claras, precisas y determinadas”.
Como afirma el profesor Ugarte, la institucionalidad laboral chilena genera una “concurrencia de competencia”, desde que la aplicación de la legislación laboral queda entregada tanto a la DT como a los Tribunales de Justicia. La CS rechaza esta superposición de atribuciones, procurando deslindar los ámbitos competenciales de la Administración y de la Judicatura con un criterio muy feble (la sutil distinción entre la infracción inobjetable y la infracción controversial).
Empero, el análisis del autor no alcanza la última y obligada consecuencia de sus propios argumentos. A saber, que la función de fiscalizar el cumplimiento de la legislación laboral, atribuida a la DT por su estatuto orgánico (DFL N°2 1967), en cuanto viene dotada de una potestad sancionatoria (art. 34 DFL N°2), no se diferencia materialmente de la función jurisdiccional.
Evidentemente, no se puede admitir cosa semejante cuando se busca fortalecer, a cualquier precio, el intervencionismo de la DT en las relaciones laborales. Todo el mundo sabe que la Constitución le tiene perentoriamente vedadas las funciones jurisdiccionales a la Administración. Entonces, para salvar la constitucionalidad de las facultades de la DT, habrá que deslindarlas de la jurisdicción, atribuida por la Carta Fundamental de manera exclusiva y excluyente a los tribunales. El criterio empleado por el profesor Ugarte es, ciertamente, más “técnico” que el de la CS, aunque igualmente sacado de la chistera. La DT jamás ejercería jurisdicción, porque sus resoluciones, a diferencia de las de los tribunales, adolecen del efecto de cosa juzgada. El criterio es feble, de una parte porque, si no se reclama oportunamente ante el tribunal, las multas cursadas por la DT quedan afirmes, Por otro lado, la sentencia del juez de fondo, mientras hay recursos pendiendes contra ella o no ha transcurrido el término para deducirlos no produce todavía cosa juzgada, pero nadie sensato se atrevería afirmar que lo que hasta ese momento ha sucedido no es ejercicio de la jurisdicción. Por lo demás, cuando la Constitución describe la función jurisdiccional la define simplemente como la facultad de conocer, resolver y hacer ejecutar lo juzgado (art. 76 CPR).
Y, como se mire, el hecho de aplicar una sanción (como cursar multas administrativas u ordenar la clausura de un establecimiento o una faena) es, a fin de cuentas, conocer y fallar una causa, “juzgar” una situación previa, decidiendo sobre la persona y bienes de otro. Como dice el profesor Soto Kloss "sancionar es juzgar."
El peligro está en que la Administración “juzga” sin respetar el debido proceso. En el caso concreto de la DT ¿podría alguien, mínimamente familiarizado con el mundo laboral, sostener que ante una fiscalización, el empleador puede concebir alguna esperanza sobre la independencia e imparcialidad del fiscalizador; de que será oído en pie de igualdad con el trabajador y de que podrá desplegar una defensa jurídica eficaz de sus intereses? Desde luego que no.
Por otro lado, el derecho administrativo sancionador, en su dimensión sustantiva, es una suerte de Derecho Penal bárbaro (“prebeccariano”, en palabras de García de Enterría), que ignora los principios garantistas del Derecho Penal moderno. Vivir para ver: la misma DT paladina de los derechos fundamentales ejercitando su otra función (la interpretación de la legislación laboral) ha dictaminado que el fraude contra los trabajadores por interposición de un tercero u otros subterfugios, que tipifica el art. 478 [507] CT, “merece el reproche jurídico […] más allá de la presencia o no de una determinada intencionalidad”. Con todas sus letras: responsabilidad penal sin culpa (ORD. N° 922/25, 11-03-2003).
Salta a la vista, que lo que busca la CS no es imponer una “flexibilidad laboral judicial”, como le imputa el profesor Ugarte. Se trata de limitar, de algún modo, el potencial liberticida de la Administración. Como pedía Juvenal, vigilar a los vigilantes.

La libertad de trabajo y su (des) protección

Claudio Palavecino 2 Abr 200902/04/09 a las 18:27 hrs.2009-04-02 18:27:02

La Constitución asegura a todas las personas el derecho a la libre contratación y a la libre elección del trabajo. Lo que en buenas cuentas significa que a ninguna persona se le puede obligar a trabajar y a ningún empleador se le puede imponer por la fuerza un trabajador.
Esta libertad sólo ampara el origen de la relación entre trabajador y empleador, lo que algunos autores llaman "la función genética" del contrato de trabajo. En cambio, el contenido del contrato de trabajo, su "objeto", es determinado por el legislador, que establece obligaciones para el empleador y derechos para el trabajador, con carácter irrenunciable. Por tanto, cada vez que contrata a alguien, el empleador va a tener que asumir sobre sus hombros todas las cargas que le impone la legislación laboral. La Constitución le garantiza, al menos, la libertad para decidir si contrata o no contrata. O se lo garantizaba...
Porque incluso este residuo de libertad va siendo, poco a poco, barrido por el legislador. Así, la ley 20.123, sobre subcontratación y suministro de trabajadores, pone al empresario que subcontrata contra la pared y lo obliga a elegir entre dos alternativas: o ejerce el papel de policía laboral de sus contratistas, como si fuera un verdadero inspector del trabajo privado, o se convierte, en la práctica, en empleador de trabajadores ajenos. La diferencia entre una u otra alternativa no es demasiado grande: si fiscaliza a sus contratistas responderá subsidiariamente de las obligaciones laborales incumplidas por éstos. Si no los fiscaliza, la empresa principal será solidariamente responsable con los contratistas.
La nueva legislación autoriza a ciertas empresas, las denominadas "EST" (empresas de servicios transitorios) para transferir temporalmente trabajadores a empresas clientes (técnicamente "usuarias") junto con el poder de dirección sobre los mismos. Esta modalidad sólo opera bajo determinadas causales que establece el legislador y por un lapso acotado (90-180 días). Pues bien, la ley faculta a la Dirección del Trabajo para calificar si el contrato de suministro de trabajadores ha sido o no celebrado dentro de los casos autorizados por la ley, lo cual va a determinar, a su vez, si el contrato de trabajo quedará establecido entre el trabajador y la EST o entre aquél y la empresa usuaria. Con esto se abre la puerta a relaciones de trabajo surgidas no del contrato, si no del arbitrio de la Administración laboral.
Finalmente, mediante la ley 20.123, se intentó separar conceptualmente sociedad y empresa,suprimiendo del concepto legal de empresa la referencia a la "individualidad legal determinada". De este modo se hubiera dado patente de corso y cobertura legal a la Dirección del Trabajo y a la judicatura laboral para usar y abusar de la teoría del "levantamiento del velo corporativo". El Tribunal Constitucional no lo permitió. Hubiera sido el golpe de gracia a la libertad de contratación laboral.

La empresa en el banquillo

Claudio Palavecino 30 Mar 200930/03/09 a las 23:07 hrs.2009-03-30 23:07:30

Si hasta hace poco la ley de subcontratación fue el tema laboral que acaparó el interés del mercado, ahora el debate parece centrarse en la ampliación del ámbito subjetivo de la negociación colectiva. Entretanto, la reforma a la justicia laboral y su puesta en marcha en algunas regiones ha pasado prácticamente inadvertida por el mundo empresarial. Lo cual es preocupante, porque resulta indudable que las nuevas normas sobre tramitación de los juicios entre empleadores y trabajadores tendrán intensas repercusiones en la gestión y administración de los recursos humanos.
Por de pronto, el diseño de los nuevos procedimientos acentúa un rasgo muy peculiar de la justicia del trabajo que cualquiera que haya participado en un litigio laboral habrá podido comprobar: es muy difícil para la empresa, incluso teniendo la razón, ganar un juicio laboral en la primera instancia. Con la reforma, comienzan a operar unos procedimientos diseñados ex profeso para favorecer al trabajador. La empresa habrá de vérselas con unos jueces de instancia, ideológicamente pro trabajador, con robustecidos poderes, que van a estar presentes en todas las audiencias y que van a asumir activamente la conducción del proceso.
Se introduce el llamado “procedimiento de tutela laboral”, cuyo fin es la protección de los derechos constitucionales del trabajador. Probablemente nos vamos a encontrar con trabajadores más quisquillosos respecto de sus derechos constitucionales y con ganas de litigar en caso de considerarlos afectados por decisiones de su empleador. La ley establece un poderoso incentivo para judicializar el conflicto, a saber, una indemnización adicional de 6 a 11 meses de remuneración cuando el despido lesiona derechos fundamentales.. Va a haber una tentación muy fuerte por parte de los trabajadores, pero también de los sindicatos y de la propia Dirección del Trabajo (están facultados para hacer “denuncias”) de llevar a juicio, a través de este procedimiento, temas tales como el acoso sexual, el mobbing, el control del uso de Internet o las prácticas antisindicales, por poner algunos ejemplos.
Además, junto con las normas que regulan las formas del litigio se introdujeron solapadamente normas sustanciales que van a hacer todavía más rígido el despido. La redacción del aviso o carta de despido cobra una importancia capital en caso que el trabajador discuta en tribunales la causal de despido, pues dicha carta o aviso va a fijar para el empleador los hechos de litigio y no los va a poder cambiar ni ampliar más tarde. En el caso del despido discriminatorio el juez puede ordenar la reincorporación del trabajador o la mencionada indemnización adicional que procede respecto de todo despido lesivo de las garantías constitucionales.
La empresa deberá evitar que sus conflictos con los trabajadores o con el sindicato se judicialicen. Lo ideal será prevenir el conflicto, pero si éste se produce, habrá que tener muy en cuenta aquella vieja y sabia máxima de que “más vale un mal arreglo que un buen juicio”.

¿Qué hacer con la Dirección del Trabajo?

Claudio Palavecino 27 Mar 200927/03/09 a las 00:43 hrs.2009-03-27 00:43:27

Se cuenta que Federico II, rey de Prusia, exasperado por el ruido de un molino cercano a su palacio, amenazó al dueño con expropiárselo. Serenamente, el molinero respondió al monarca: “Sire, todavía hay jueces en Berlín”. El rey, conmovido de la confianza del molinero en la justicia prusiana, habría desistido de su empeño.
La anécdota nos enseña que la existencia de tribunales independientes ofrece a los ciudadanos garantía de que no serán despojados arbitrariamente de lo suyo por los que administran el Estado. Y es que, en un Estado de Derecho, desde la autoridad máxima hasta el más humilde de los funcionarios públicos están sometidos a la ley y al imperio de los tribunales.
En Chile, cuando la Administración entra en conflicto con los particulares no siempre adopta la hidalga actitud del rey prusiano. Un caso notorio de contumacia es el de la Dirección del Trabajo (DT). Conocida es la jurisprudencia de protección de la Corte Suprema según la cual la DT sólo puede actuar legítimamente “cuando con su actividad de fiscalización se sorprendan ilegalidades claras, precisas y determinadas”. Sin embargo, la DT, amparándose en el efecto relativo de las sentencias, ha persistido en su actuar anticonstitucional, “juzgando” controversias entre particulares, constituyéndose así reiteradamente en una de aquellas “comisiones especiales” interdictas por la Constitución.
Aunque una conducción apolítica y estrictamente técnica de este organismo ahorraría buena parte de los conflictos, el problema no está sólo en las personas que lo han dirigido en los últimos años, sino en la institución misma. Hay un pecado original en la configuración orgánica de la DT, puesto que el legislador, al establecer sus facultades, generó una superfetación de competencias con los tribunales de justicia. En efecto, la función de fiscalizar el cumplimiento de la legislación laboral, atribuida a la DT por su estatuto orgánico (DFL N°2 1967), en cuanto conlleva una potestad sancionadora (art. 34), no se diferencia materialmente de la función jurisdiccional.
La solución más radical y a la vez la única coherente con el texto actual de la Constitución, consistiría en transferir la potestad sancionadora de la DT a la sede constitucionalmente idónea, esto es, los tribunales de justicia. En tal caso, los fiscalizadores se limitarían a constatar infracciones a la legislación laboral y a hacer la denuncia ante el juez correspondiente, el cual a través de un proceso justo resolvería sobre la procedencia de la sanción.
Esta solución pudiera generar, sin embargo, graves problemas operativos atendida la congestión que afecta permanentemente a la judicatura chilena. En otros ordenamientos jurídicos, como el español, se ha legitimado la potestad represiva de la Administración, considerando “la conveniencia de no recargar con exceso las actividades de la Administración de justicia como consecuencia de ilícitos de gravedad menor, […] de dotar de una mayor eficacia al aparato represivo en relación con este tipo de ilícitos y […] de una mayor inmediación de la autoridad sancionadora respecto de los hechos sancionados”(Tribunal Constitucional Español, sentencia de 3/10/1983). El propio texto constitucional español (art. 25) admite este poder sancionador de la Administración. Y lo admite precisamente para establecer un régimen de garantías unificado con el del Derecho penal, en el entendido que Derecho administrativo sancionador y Derecho penal son, al fin y al cabo, la misma cosa. De esta manera la Administración queda obligada a respetar las garantías sustantivas y adjetivas del orden penal en el ejercicio de su poder represor.
Si tomamos como referencia el número de acciones de protección acogidas contra sus actuaciones, acaso la DT sea el órgano estatal que mayormente haya violado garantías constitucionales en democracia. No podemos continuar soslayando este problema través de fintas jurídicas más o menos ingeniosas. Es necesario revisar la potestad sancionadora de la DT, ya para suprimirla, ya para darle cobertura constitucional, estableciendo en este último caso un régimen de garantías satisfactorio para los fiscalizados.

Derecho del Trabajo y maternidad

Claudio Palavecino 25 Mar 200925/03/09 a las 13:27 hrs.2009-03-25 13:27:25

El 12 de febrero de 2007 se publicó en el Diario Oficial la Ley 20.166 que extiende el derecho a permiso para alimentar a sus hijos a todas las madres trabajadoras.
El cambio legal, que tardó más de una década en aprobarse por el Congreso, se hizo necesario porque la Dirección del Trabajo interpretó en su momento que sólo había derecho a este permiso si la madre trabajaba en una empresa que estaba obligada a mantener sala cuna.
De acuerdo al nuevo artículo 206 del Código del Trabajo, introducido por esta ley, las trabajadoras tendrán derecho a disponer, a lo menos, de una hora al día, para dar alimento a sus hijos menores de dos años. El tiempo utilizado se considerará como trabajado para todos los efectos legales. Por tanto, se computa dentro de la jornada diaria y es remunerado. Además es un derecho irrenunciable.
La nueva norma señala que este derecho podrá ser ejercido preferentemente en la sala cuna, pero también en el lugar en que se encuentre el menor. Por consiguiente, la ley deja claro que será aplicable a toda trabajadora que tenga hijos menores de dos años, aun cuando no goce del derecho a sala cuna.
Las madres trabajadoras podrán acordar con su empleador la forma en que ejercerán este derecho. La ley ofrece tres modalidades:
1ª) En cualquier momento dentro de la jornada de trabajo;
2ª) Dividiéndolo, a solicitud de la interesada en dos porciones;
3ª) Postergando o adelantando en media hora, o en una hora, el inicio o el término de la jornada de trabajo.
En caso que la madre trabajadora preste servicios en una empresa que está obligada a mantener sala cuna, vale decir, en empresas que ocupan veinte o más trabajadoras, el permiso de una hora se ampliará por el tiempo necesario para el viaje de ida y vuelta de la madre para dar alimentos a sus hijos. En este caso, el empleador pagará el valor de los pasajes por el transporte que deba emplearse para ida y regreso de la madre.
Como reflexión final sería conveniente preguntarse si este tipo de normas protectoras favorece realmente a la mujer trabajadora como afirma la propaganda del gobierno. Es ciertamente loable que el Estado promueva el bienestar de la infancia, adoptando medidas tendientes a conciliar la vida laboral con la vida familiar. Es criticable, en cambio, que traslade los costos económicos de tales medidas a las empresas, en lugar de asumirlos directamente, por ejemplo, subsidiando prestaciones como la que hoy comentamos. Como decía un gran profesor de Derecho administrativo, el Estado debe ciertamente velar por el bien común, pero no a costa del bien individual. Por lo demás, al desentenderse el Estado de los costos y transferirlos al sector privado encarece la mano de obra femenina y genera un desincentivo a la contratación.
Finalmente, la circunstancia que se otorgue este permiso exclusivamente a la madre trabajadora, no sólo perjudica sus posibilidades de empleo, sino que conspira contra un reparto equitativo de las obligaciones familiares entre hombres y mujeres, reforzando el prejuicio cultural de que sólo a la mujer corresponde el cuidado de los hijos.

El daño reflejo por accidente o enfermedad laborales

Claudio Palavecino 24 Mar 200924/03/09 a las 15:59 hrs.2009-03-24 15:59:24

1.- Ciertamente, la muerte o el daño corporal severo del trabajador por causa de un accidente o enfermedad laborales puede ser fuente de daño reflejo o por repercusión respecto de personas emocionalmente cercanas a la víctima o que dependen económicamente de ella, situación en la cual se halla normalmente su familia inmediata.
2.- Parece justo desde un punto de vista material reconocer a las víctimas por repercusión el derecho a obtener del empleador la reparación del daño sufrido (especialmente del daño moral) cuando sea imputable a éste. Desde el punto vista formal, tampoco parece haber impedimento para ello desde que la Ley 16.744 admite explícitamente la pretensión indemnizatoria tanto a favor de la víctima directa, como de “las demás personas a quienes el accidente o la enfermedad cause daño” (art. 69 letra b).
3.- Si en un primer momento la jurisprudencia consideró que la responsabilidad del empleador por el daño reflejo era de naturaleza contractual, luego resolvió precisamente lo contrario afirmando que dicha responsabilidad es extracontractual. La determinación del ámbito (contractual o extracontractual) de la responsabilidad del empleador por el daño reflejo tiene, entre otras, una consecuencia respecto de la vía procesal idónea para conducir la pretensión reparatoria. Si la responsabilidad es tenida como contractual, la acción podrá ser incoada ante los tribunales del trabajo y tramitada a través de alguno de los procedimientos laborales. En cambio, si se la considera una responsabilidad extracontractual, la pretensión resarcitoria deberá plantearse ante un tribunal civil y será tramitada a través del procedimiento ordinario.
4.- Autorizada doctrina (Barros, 2007, p. 703) critica la vuelta de timón de la jurisprudencia “porque si bien no existe una relación laboral directa entre las víctimas por rebote y el empleador, ellas reclaman daños producidos por el incumplimiento de deberes que surgían del contrato laboral con el trabajador fallecido”. Agrega que el contrato de trabajo “también cede en beneficio de un tercero, porque resulta evidente que las obligaciones de seguridad que contrae el empleador lo son respecto del trabajador y de su familia más inmediata…”. Esta crítica me merece algunas observaciones.
5.- En primer lugar, hay que decir que la jurisprudencia que en su momento sostuvo la responsabilidad por daño reflejo como contractual, lo hizo bajo el supuesto, errado, de la transmisión hereditaria de la acción del trabajador a las víctimas por repercusión, considerando su parentesco con aquél. Vale decir, esta jurisprudencia confundía la acción por daño reflejo, por la que las víctimas alegan un daño personal, propio, con la acción de la víctima inmediata (el trabajador).
6.- En segundo lugar, no me parece en absoluto evidente y, muy por el contrario, tengo serias dudas, que la obligación del empleador de “tomar todas las medidas necesarias para proteger eficazmente la vida y la salud de los trabajadores” (art. 184 inc.1° CT) alcance, además, a la familia más inmediata de éstos. Por de pronto, no hay fundamento normativo que sostenga ni autorice semejante conclusión, cuando menos respecto del deber de protección. El empleador debe indudablemente responder por el daño reflejo causado dolosa o culposamente a la familia, pero no en función de algún tipo de nexo previo contractual o legal de naturaleza laboral, sino en virtud del deber genérico de no dañar que fundamenta la responsabilidad extracontractual. Por lo demás la norma competencial contenida en el art. 420 del Código del Trabajo exige explícitamente entre los legitimados activos y pasivos del proceso laboral la condición recíproca de partes (“empleadores y trabajadores” )de una relación laboral constituida.
7.- La desaparición o la pérdida significativa de la capacidad de ganancia del trabajador afecta no sólo a su familia inmediata, sino también a sus acreedores. Los acreedores también sufren un daño reflejo como consecuencia del accidente o enfermedad laboral y también ellos podrían entonces reclamar del empleador daños producidos reflejamente por el incumplimiento de deberes que surgían del contrato laboral con el trabajador fallecido o severamente incapacitado. Razonar de este modo implica vaciar de contenido el efecto relativo del contrato de trabajo y expandir irracionalmente la responsabilidad contractual del empleador.