Sentencia del TC sobre aplicabilidad de art. 4° CT a notarías 1

Claudio Palavecino 2 Nov 201202/11/12 a las 21:09 hrs.2012-11-02 21:09:02

El fraude del Estado de Bienestar

Claudio Palavecino 9 Oct 201209/10/12 a las 13:46 hrs.2012-10-09 13:46:09

Carta de Mauricio Rojas Profesor Adjunto Universidad de Lund (Suecia) a El Mercurio.Martes 09 de Octubre de 2012

El Estado de Bienestar nació para darles una sólida protección social a los ciudadanos y asegurarles una serie de servicios básicos. Fue por ello que logró un gran respaldo en las sociedades europeas, sedientas de seguridad y prosperidad después de guerras devastadoras. Y fue para ello que el Estado se expandió enormemente, recaudó altísimos impuestos y reguló la vida social como nunca se había hecho en democracia. Y los europeos confiaron en su Estado: le cedieron gran parte de sus ingresos y le entregaron la educación de sus hijos, el cuidado de sus mayores, la administración de sus jubilaciones y su atención sanitaria.

Por todo ello es que hoy se sienten tan estafados. Cuando llegó la crisis y fueron a pedir sus "derechos" descubrieron que el cheque girado por el Estado no tenía fondos. Y no sólo eso: con sus enormes déficits y endeudamiento, el Estado benefactor pasó de ser una promesa de seguridad a ser la causa de la inseguridad. ¿Qué pasó?

Algunos les echan la culpa a "los mercados", los bancos o al "capitalismo salvaje", pero si así fuese todo el mundo estaría en crisis, y no lo está. La crisis es hoy europea y su epicentro son los Estados de Bienestar con su gasto desmedido, sus regulaciones sofocantes y sus insostenibles sistemas de seguridad social. La crisis europea es la crisis del Estado de Bienestar y tiene tres causas fundamentales: la idea sobre la que se construye, su estructura y sus excesos.

El Estado de Bienestar se basa en una idea peligrosa: que otro (el Estado) y no nosotros mismos es responsable por nuestro bienestar. Se trata de una invitación a delegar lo que nos hace adultos y libres: nuestra capacidad y deber de construir nuestras vidas. Esto tiene dos consecuencias trágicas: le da al Estado el poder de formar nuestras vidas y lleva a una sociedad donde la irresponsabilidad se generaliza. ¿Para qué trabajar o emprender cuando otro de todas maneras nos garantiza nuestro "derecho" al bienestar?

El gran Estado no sólo gasta mucho, sino que gasta mal, ya que se ha construido como un sistema planificado de monopolios. Como se sabe, un sistema así, sin la presión dinámica de la competencia ni la libertad de elección del consumidor, lleva a la ineficiencia y el derroche. Esto se agrava cuando además existe el funcionariado con empleos de hecho vitalicios.

Por último, los excesos. Los Estados de Bienestar han adolecido de un populismo menos chabacano, pero no menos devastador que el de Chávez. Cuando las cosas han ido bien, han prometido y prometido, inflando los derechos y creando sistemas insostenibles en tiempos difíciles. Estos "cálculos alegres" están en la base de la crisis fiscal actual. Para los ciudadanos ha sido traumático: de pronto han descubierto que los famosos derechos solo eran ilusiones sembradas por políticos irresponsables. Ojalá que nunca olviden esta lección: no entregarles a otros aquello que solo nosotros podemos y debemos hacer responsable y libremente.

Tal vez Mayol vio el gráfico al revés 3

Claudio Palavecino 6 Oct 201206/10/12 a las 18:58 hrs.2012-10-06 18:58:06

Mi reino no es de este mundo 1

Claudio Palavecino 4 Oct 201204/10/12 a las 22:25 hrs.2012-10-04 22:25:04

Cristo jamás tuvo proyecto político. No quiso reformar la sociedad. Él era un transmundano. Resulta fácil imaginarlo con la mirada perdida, sordo al parloteo de sus rústicos discípulos y al acoso impertinente de ese enjambre de pedigüeños que, según cuentan los evangelios, lo perseguía por todas partes, absorto y gozoso en la visión del más allá. De hecho, Él estuvo siempre mucho más allá que acá.
Cristo no ofreció derechos sociales. Al contrario, predicó la renuncia, el desprecio del mundo.
La misma actitud tuvieron los primeros cristianos. Eso explica que aceptaran felices el martirio. Se cuenta que entonaban cánticos mientras eran devorados por las fieras. Dejaban este valle de lágrimas con inmenso júbilo en la certeza de ganar su lugar en un mundo mejor. Y se comprende. Vivían acorralados, literalmente, en las alcantarillas de la sociedad.
Cuando la elefantiásica estructura imperial romana colapsó, los cristianos, que poco antes habían dejado de ser perseguidos, pasaron a llenar el vacío de poder. La Iglesia se romanizó, organizándose en adelante de manera centralista y burocrática. El poder temporal la obligó a ocuparse prioritariamente del más acá y, con ello, a secularizar el mensaje. La espiritualidad originaria fue apenas tolerada en sujetos excepcionales y algo extravagantes, los santos, pero cuando amenazó con generalizarse, como sucedió con el catarismo del siglo XIII, la Iglesia reaccionó de manera contundente y muchas veces violenta.
Hubo luego de contemporizar con los reyes europeos y más tarde con las revoluciones. Esa plasticidad para el aggiornamiento, para acomodarse al siglo, fue clave para su sobrevivencia. Incluso frente su más formidable enemigo, el comunismo, la Iglesia triunfó inventando una doctrina “social”.
No extrañe a nadie, pues, que los obispos chilenos, en un momento en que peligra su autoridad moral, quieran sintonizar con el espíritu del siglo. Y lo que hoy vende en términos de audiencia es pegarle al “modelo”. Poco importa que el modelo haya sacado a buena parte de la población de la indigencia y de la pobreza y que ofrezca a todos, como ningún otro, acceso a cada vez mayor cantidad y calidad de bienes y servicios. El modelo es inhumano, según los obispos.
Pero no proponen volver a la espiritualidad evangélica, al desprecio del mundo. Al contrario, la curia chilena quiere que se comparta los frutos del modelo. No del modo dulce en que Cristo exhortó al joven rico, apelando a su buena voluntad, sino a través de la coacción estatal. Se quejan que se retarde “hasta lo inaceptable” medidas para una mejor distribución, vale decir, la reforma al sistema impositivo. Como si un poco de socialismo pudiera lavar tantos pecados.
La carta de los obispos invoca 54 veces a Jesús, pero, tras leerla, uno se pregunta ¿qué parte de “mi reino no es de este mundo” no entendieron sus pastores?
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El otro Derecho del trabajo 1

Claudio Palavecino 2 Oct 201202/10/12 a las 09:48 hrs.2012-10-02 09:48:02

Crítica a la Ley Zamudio* 1

Claudio Palavecino 5 Sep 201205/09/12 a las 15:04 hrs.2012-09-05 15:04:05

*Columna publicada en El Mercurio Legal el jueves 02 de agosto de 2012

El artículo segundo de la novísima ley 20.609, que establece medidas contra la discriminación, define discriminación arbitraria como “toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, efectuada por agentes del Estado o particulares…”.

La definición pone en evidencia una incomprensión y un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores.

El motivo de la distinción es, por tanto, harto más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.

La fórmula amplia utilizada por el legislador, en la medida que extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor disvalor de aquélla.

Pero acaso la consecuencia más indeseable de la confusión entre el principio de igualdad y la interdicción de la discriminación se produzca con ocasión de su extensión al ámbito de actuación de los particulares. En efecto, mientras la prohibición de efectuar “diferencias arbitrarias” que la Constitución dirige a los poderes públicos aparece como un límite necesario a la actuación de esos poderes, que desemboca, en definitiva, en una garantía de libertad para los particulares frente a la insaciable voluntad de poder de Leviatán, pretender imponer el mismo estándar de justificación a las relaciones entre privados tendría como consecuencia abolir buena parte de la libertad individual.

El principio de igualdad no puede erigirse como límite a la actuación de los particulares puesto que implicaría la necesidad de justificar racionalmente toda diferencia de trato respecto del prójimo bajo amenaza de ilicitud y de revisión y hasta reversión por los tribunales.

Un Estado respetuoso de la libertad de sus ciudadanos no puede imponerles semejante estándar, pero sí, en cambio, puede limitar su actuación mediante la proscripción legal de determinados motivos considerados especialmente odiosos y socialmente intolerables. Tal es el papel que cumple la proscripción de la discriminación, cuando se la concibe autónomamente del principio de igualdad.

Si bien el concepto del artículo segundo de la ley 20.609 recoge estos motivos (raza o etnia, la nacionalidad, la situación socioeconómica, el idioma, la ideología u opinión política, la religión o creencia, la sindicación o participación en organizaciones gremiales o la falta de ellas, el sexo, la orientación sexual, la identidad de género, el estado civil, la edad, la filiación, la apariencia personal y la enfermedad o discapacidad) lo hace como mero ejemplo de diferencias arbitrarias dando la idea que se prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.

Esta confusión conceptual proviene del Constituyente que concibió la prohibición de discriminación como una especificación de la igualdad ante la ley, sin dotarla de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma; confusión que se hace patente con ocasión de las garantías laborales, puesto que la Constitución establece que “se prohibe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal” (art. 19 Nº 16 inciso 3º), norma que impondría a los empleadores un estándar de justificación de sus decisiones completamente irreal, exorbitado y paralizante.

Sin embargo, la legislación laboral desarrolló el texto constitucional de un modo más razonable siguiendo muy de cerca el artículo 1º del Convenio 111 de la OIT en la definición de “actos de discriminación” del artículo segundo del Código del trabajo estableciendo motivos prohibidos. Coherente con esta mejor comprensión el artículo 485 del mismo cuerpo legal no se remitió al texto constitucional a la hora de ofrecer la tutela jurisdiccional correspondiente contra los actos discriminatorios, sino directamente a la definición del Código del Trabajo.

De este modo, el empleador no se ve obligado a justificar siempre y en cualquier circunstancia, frente a cualquier cuestionamiento, sus decisiones en materia de empleo, sino únicamente cuando aparezcan indicios o presunciones suficientes que aquellas pudieren haber tenido su causa en los motivos legalmente tipificados.

Es muy lamentable que el legislador de la ley 20.609 no procediera con la misma sensatez.