Tutela laboral de garantías fundamentales y colisión de derechos*

Claudio Palavecino 11 Abr 201411/04/14 a las 12:28 hrs.2014-04-11 12:28:11

*Columna publicada en El Mercurio Legal, jueves 14 de noviembre de 2013

Una de las innovaciones más alabadas de la reforma a la justicia laboral implementada a partir del año 2008 ha sido el procedimiento de tutela laboral, el cual tiene por objeto conocer de lesiones a ciertas libertades constitucionales (especificadas en el art. 485 del Código del Trabajo) para obtener el cese de la conducta antijurídica conjuntamente con medidas reparatorias, para el caso que la vulneración se confirme.

Se ha impuesto desde la doctrina iuslaboralista un enfoque conflictualista, conforme al cual, al juez del trabajo correspondería resolver supuestas colisiones de derechos fundamentales a través del método de la ponderación, fenómeno que se generaliza en toda Latinoamérica como el litigio constitucional por excelencia a que debe hacer frente la jurisdicción en materia de derechos fundamentales.

Como observan SERNA y TOLLER “el resultado es que, en gran parte, la resolución de los litigios constitucionales pasa hoy por la elección de uno de los bienes jurídicos en juego y la preterición o anulación del otro” (La interpretación constitucional de los derechos fundamentales. Una alternativa a los conflictos de derechos, La Ley, Buenos Aires, 2000, p. 3).

Pero además, cuando se plantea un conflicto entre los derechos fundamentales tradicionalmente asociados al individuo empleador (propiedad, libertad de empresa, libertad de trabajo) y los derechos fundamentales del trabajador, el peso dentro de nuestra cultura jurídica del principio pro operario, pudiera generar una inclinación apriorística, difícilmente resistible del juez del trabajo, a favor de estos derechos y en contra de aquéllos.

No es este el único problema que plantea esta forma de concebir el procedimiento de tutela y ello explica que se hayan alzado voces críticas que reivindican el protagonismo de la ley a la hora de resolver sobre la lesión derechos fundamentales en las relaciones laborales (Véase de Luis Alejandro SILVA: “Supremacía constitucional y tutela laboral”. Rev. derecho (Valdivia) 2011, vol.24, n.1 pp. 31-48. También, de Juan Carlos FERRADA y Rodolfo WALTER: “La protección de los derechos fundamentales de los trabajadores en el nuevo procedimiento de tutela laboral.” Rev. derecho (Valdivia) 2011, vol.24, n.2 pp. 91-111 )

Existen, pues, otras posibilidades de solución del conflicto a que da lugar la denuncia por vulneración de derechos fundamentales que no pasan ni por imaginar su colisión con otros derechos de igual naturaleza, ni por el método de la ponderación.

Un esquema de razonamiento alternativo que podría seguir un juez del trabajo al momento de fundamentar su decisión sobre la tutela laboral es el siguiente: un primer nivel de análisis, abstracto, cuyo objetivo es determinar si la conducta del empleador, materia de la denuncia, puede afectar la esfera de protección de la libertad invocada por el trabajador; lo cual exige a su vez determinar la esfera de protección de tal libertad a partir del texto constitucional, el cual, casi siempre lacónico, invita al juez a recurrir también a los tratados internacionales y especialmente a la ley como delimitadora natural de las libertades, a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, y a la de las cortes que han fallado acciones de protección y de tutela laboral; y a la doctrina científica.

Si a priori no aparece que la conducta denunciada pueda afectar la esfera protegida por la libertad, ya sea porque tal conducta es inidónea o porque el trabajador sobrepasó tal esfera mediante un comportamiento ilícito, la tutela deberá ser desechada.

Si, en cambio, la conducta denunciada tiene la virtualidad de afectar el ámbito protegido por la libertad, el juez deberá pasar al segundo nivel del análisis: en una segunda etapa el juez debe valorar la prueba rendida sobre la conducta de empleador y sus consecuencias.

Aquí se trata de determinar si efectivamente el empleador incurrió en la conducta denunciada y cuáles fueron sus efectos o consecuencias prácticas. Si el trabajador no logra aportar siquiera indicios que permitan presumir al juez tal conducta ni sus consecuencias o bien si empleador aporta prueba en contra a la que el juez asigne mayor valor, la tutela será rechazada. Por el contrario, si el trabajador prueba la conducta y sus consecuencias, el juez deberá pasar al último nivel de su análisis.

Este tercer y último nivel parte de haberse ya constatado una conducta del empleador que afecta una libertad fundamental del trabajador. Aquí el objetivo es determinar si esa afectación es o no antijurídica. Dado que el ordenamiento jurídico laboral concibe al empleador como titular de ciertas facultades y sujeto de imputación de ciertos deberes, se trata de determinar si, en efecto, obró en cumplimiento de alguno de tales deberes o en el ejercicio legítimo de alguna facultad legal.

Por tanto, el juez debe examinar, primero, si la conducta del empleador tiene cobertura legal y, de existir esa habilitación, si actuó dentro de la misma o bien la sobrepasó. El ejercicio legítimo de la facultad legal invocada supone precisamente que el empleador ha sido capaz de probar que ha obrado con justificación suficiente y proporcionadamente. En tal caso la tutela deberá ser desechada. Si, en cambio, el empleador carecía de facultad legal para interferir la libertad del trabajador o, poseyéndola, la ejerció “sin justificación suficiente, en forma arbitraria o desproporcionada” (art. 485 inc. 3º), la tutela deberá ser acogida por el juez.

Crítica al concepto de discriminación arbitraria en la ley 20.609*

Claudio Palavecino 9 Abr 201409/04/14 a las 16:25 hrs.2014-04-09 16:25:09

*Columna publicada en El Mercurio Legal el jueves, 02 de agosto de 2012.

El artículo segundo de la novísima ley 20.609, que establece medidas contra la discriminación, define discriminación arbitraria como “toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, efectuada por agentes del Estado o particulares…”.

La definición pone en evidencia una incomprensión y un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores.

El motivo de la distinción es, por tanto, harto más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.

La fórmula amplia utilizada por el legislador, en la medida que extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor disvalor de aquélla.

Pero acaso la consecuencia más indeseable de la confusión entre el principio de igualdad y la interdicción de la discriminación se produzca con ocasión de su extensión al ámbito de actuación de los particulares. En efecto, mientras la prohibición de efectuar “diferencias arbitrarias” que la Constitución dirige a los poderes públicos aparece como un límite necesario a la actuación de esos poderes, que desemboca, en definitiva, en una garantía de libertad para los particulares frente a la insaciable voluntad de poder de Leviatán, pretender imponer el mismo estándar de justificación a las relaciones entre privados tendría como consecuencia abolir buena parte de la libertad individual.

El principio de igualdad no puede erigirse como límite a la actuación de los particulares puesto que implicaría la necesidad de justificar racionalmente toda diferencia de trato respecto del prójimo bajo amenaza de ilicitud y de revisión y hasta reversión por los tribunales.

Un Estado respetuoso de la libertad de sus ciudadanos no puede imponerles semejante estándar, pero sí, en cambio, puede limitar su actuación mediante la proscripción legal de determinados motivos considerados especialmente odiosos y socialmente intolerables. Tal es el papel que cumple la proscripción de la discriminación, cuando se la concibe autónomamente del principio de igualdad.

Si bien el concepto del artículo segundo de la ley 20.609 recoge estos motivos (raza o etnia, la nacionalidad, la situación socioeconómica, el idioma, la ideología u opinión política, la religión o creencia, la sindicación o participación en organizaciones gremiales o la falta de ellas, el sexo, la orientación sexual, la identidad de género, el estado civil, la edad, la filiación, la apariencia personal y la enfermedad o discapacidad) lo hace como mero ejemplo de diferencias arbitrarias dando la idea que se prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.

Esta confusión conceptual proviene del Constituyente que concibió la prohibición de discriminación como una especificación de la igualdad ante la ley, sin dotarla de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma; confusión que se hace patente con ocasión de las garantías laborales, puesto que la Constitución establece que “se prohibe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal” (art. 19 Nº 16 inciso 3º), norma que impondría a los empleadores un estándar de justificación de sus decisiones completamente irreal, exorbitado y paralizante.

Sin embargo, la legislación laboral desarrolló el texto constitucional de un modo más razonable siguiendo muy de cerca el artículo 1º del Convenio 111 de la OIT en la definición de “actos de discriminación” del artículo segundo del Código del trabajo estableciendo motivos prohibidos. Coherente con esta mejor comprensión el artículo 485 del mismo cuerpo legal no se remitió al texto constitucional a la hora de ofrecer la tutela jurisdiccional correspondiente contra los actos discriminatorios, sino directamente a la definición del Código del Trabajo.

De este modo, el empleador no se ve obligado a justificar siempre y en cualquier circunstancia, frente a cualquier cuestionamiento, sus decisiones en materia de empleo, sino únicamente cuando aparezcan indicios o presunciones suficientes que aquellas pudieren haber tenido su causa en los motivos legalmente tipificados.

Es muy lamentable que el legislador de la ley 20.609 no procediera con la misma sensatez.

¿Existe la justicia social?*

Claudio Palavecino 2 Abr 201402/04/14 a las 13:43 hrs.2014-04-02 13:43:02

*Participaciòn del autor en un debate que se efectuò el lunes 6 de mayo de 2013 en la Casa Central de la PUC.

Primero que todo quiero agradecer la invitación y el honor ciertamente inmerecido de compartir esta conversación con tan conspicuos personajes.
Quiero hacer hincapié en que abordo esta instancia como una “conversación” y no como un “debate” porque el formato debate, a mí por lo menos, me resulta incómodo. El debate supone que yo vengo aquí a demostrar que poseo una comprensión privilegiada del mundo y de las cosas excluyente de otras formas de comprensión del mundo y de las cosas, y que tengo la capacidad de demostrar que esas otras formas de compresión son erróneas o falsas dependiendo de la buena o mala fe de quien las defiende. Me parece que eso, además de ser una pretensión arrogante, es un esfuerzo inútil en una sociedad que no es ideológicamente homogénea y en que, nos guste o no, todos tenemos que convivir y más encima tomar acuerdos sobre cómo reglar esa convivencia. En una sociedad tal probablemente habrá que abandonar el ímpetu dialéctico de derrotar al adversario o incluso el más benévolo de convencer y sustituirlo por el ánimo de hallar puntos en común. La que los romanos designaban con la hermosa palabra concordia. Por tanto me voy a limitar a compartir con ustedes algunas dudas que me ofrece la idea de justicia social a partir de mi experiencia personal y de mis lecturas, con la mejor disposición mental y anímica para encontrar aquí respuesta particularmente de pensadores tan distinguidos como Fernando Atria y Gonzalo Letelier.
La noción de justicia social plantea dudas en dos planos o niveles de análisis, el práctico y el teórico. Desde el punto de vista de la praxis uno puede preguntarse por la eficacia y eficiencia de tal noción para alcanzar lo que con ella se pretende alcanzar. Porque la noción de justicia social no cumple una función puramente especulativa, no es tan solo un pretexto para la disquisición bizantina de intelectuales ociosos, sino que pretende justificar determinados cambios en la sociedad. La idea de justicia social va unida a las ideas de igualdad material y redistribución de la riqueza, donde la redistribución es el medio de conseguir la igualdad material. La redistribución supone transferir riqueza desde los más ricos hacia los más pobres para de este modo igualarlos o cuando menos acercarlos en poder de consumo. Para ello los defensores de la justicia social deben partir por renegar de una forma dada de reparto o distribución de la riqueza en la sociedad que se califica como injusta o no igualitaria. Se trata primeramente de poner en cuestión los títulos de legitimidad para poseer lo que se posee. Eso supone contar con un criterio de legitimidad. Corrientemente quienes defienden el concepto de justicia social recurren a un criterio de legitimidad que no pueda explicar la distribución actual, a veces es la propia igualdad u otro criterio como el mérito o la necesidad. Razonan del siguiente modo: La justicia exige que el reparto de la riqueza en la sociedad se haga en atención a X (donde X = criterio de legitimidad). Dado que la distribución actual de la riqueza no opera bajo X, la distribución actual es injusta o, “no justa” y por ende debe ser corregida. De aquí surge entonces una apelación a la sociedad, más precisamente a todos nosotros, a organizarnos de tal modo que se corrija este reparto injusto, que se re-distribuya la riqueza. En su versión más radical este ideal demanda despojar a los privados de los medios de producción para que sea el Estado quien gestione toda la producción y reparta los frutos. En su versión más moderada la justicia social se satisface con quitarle parte de los frutos a los dueños de los factores productivos por la vía de impuestos. En ambos casos quien se encarga de todo es el aparato estatal utilizando como método persuasivo contra los egoístas la amenaza de coacción. Tal coacción sería legítima desde que nadie puede oponerle al Estado un titulo de legitimidad sobre lo que posee, porque lo poseído no se ha obtenido según X.
En el plano de la praxis surge una primera pregunta sobre la eficacia del Estado para conseguir la justa redistribución de la riqueza. Durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI hemos transferido crecientes cuotas de riqueza desde los privados al Estado y, si bien, algunos problemas parecen haberse resuelto por esta vía, el sentimiento general, el Zeitgeist, sigue siendo una profunda disconformidad con el orden de las cosas. No solo en Chile, sino también en Alemania o Suecia. Cabe preguntarse si la justicia social no será uno de esos “objeto de deseo inalcanzable” de que hablaba Lacan. De Jouvenel demuestra que no es cierto que baste con quitar a los más ricos de la sociedad para elevar significativamente el nivel de vida de los más pobres, sino que se requerirá también una mayor contribución de la clase media e incluso de la clase media baja, lo que en definitiva genera cuantitativamente mayor malestar que bienestar. El malestar de los que deben consentir una rebaja en sus condiciones de vida es más intenso que el bienestar de los que las ven mejoradas. Pero incluso concediendo que el ideal de la justicia social pudiera haberse conseguido en algún lugar del mundo y, por tanto, concediendo que el Estado sea eficaz para conseguir la redistribución justa de la riqueza, surge una segunda interrogante ahora respecto de la eficiencia del Estado en la realización de ese fin. La pregunta puede formularse de manera muy concreta: cuánta de la riqueza que los particulares transfieren al Estado bajo amenaza de coacción queda atrapada en los engranajes del mecanismo y cuánta retorna a los privados para equilibrar diferencias. ¿El Estado hace un uso óptimo de los recursos que se le transfieren? ¿No podrían hacerlo mejor los privados por vías no coactivas? ¿Qué asegura que la distribución estatal sea virtuosa?
Desde el punto de vista teórico la noción de justicia social ha sido objeto de críticas fuertes por Friedrich Hayek, en toda su obra, pero especialmente en Derecho, Legislación y libertad, en el tomo que él denomina precisamente el Espejismo de la Justicia social. Resumiendo apretadamente la crítica de Hayek podríamos decir que en su opinión se trata de un sinsentido; de un peligro y de un engaño. El concepto de lo justo aplicado a los resultados del mercado sería absurdo según Hayek, porque el mercado no es otra cosa que la interacción de millones de sujetos que intercambian y por ende, la distribución de la riqueza resultante de ese proceso no es atribuible a ningún sujeto en particular sino a la interacción de todos, a innumerables concausas sin que nadie controle el fenómeno global. Hayek parte de la premisa de que el reproche moral solo puede hacerse al individuo respecto de conductas en las que participa con consciencia y voluntad. El concepto es inaplicable al mercado o a la sociedad, primero que nada, porque no son personas, vale decir, no son agentes morales, y porque los resultados generales de la distribución en procesos de mercado no son previstos ni queridos por ningún individuo en particular y ninguno tiene una influencia determinante en el reparto general. Por tanto, cuando la gente se queja de la injusticia del “modelo” lo hace bajo la misma reacción emotiva que impulsa a considerar injusto que alguien sea fulminado por un rayo o que contraiga cáncer. Lo espontáneo o lo azaroso no se explica bajo la lógica de la justicia.
La justicia social es un peligro porque implica una progresiva transferencia de poder y recursos desde los particulares al Estado. Como nunca es suficiente para conseguir la igualdad deseada el Estado reclama más y más poder y riqueza desde los particulares. Ningún defensor de la redistribución explica cuánto se debe quitar a los privados para conseguir la igualdad y lo que hacen normalmente es proponer cifras arbitrarias. Por ejemplo ¿Cuánto se necesita para mejorar la educación? Se destinó USD 5.000 millones durante el gobierno de Lagos y USD 11.000 millones durante el gobierno de Bachelet y hay consenso en que la educación sigue pésima. El Estado es la única organización humana que medra con su fracaso, mientras más fracasa más recursos y poder le son concedidos. El peligro está en que pueda acapararlo todo. La justicia social puede ser una vía al totalitarismo.
Finalmente la justicia social es un engaño porque lo que se obtiene a través de ella no es igualdad sino privilegio. Cada grupo de presión reclama para sí una cuota privilegiada de la producción social enarbolando las banderas de la justicia social. Tengo “derecho” a que tú financies mi bienestar es en buenas cuentas la pretensión que se oye hoy por todas partes. La necesidad o el deseo de algo se transforman en título suficiente para exigir derechos sobre el patrimonio y las rentas de los demás.
Si el objetivo de todos es que cada vez mayor cantidad de personas acceda a mayor cantidad de bienes y servicios, tal vez la vía no sea la redistribución coactiva del Estado, sino la creación de más bienes y servicios de cada vez mejor calidad y a más bajo precio para ponerlos al alcance de todos. Por tanto sería conveniente que nos centráramos en determinar bajo que condiciones se crea más riqueza antes de pensar en cómo la repartimos

¿Es la desigualdad un problema?*

Claudio Palavecino 28 Mar 201428/03/14 a las 12:36 hrs.2014-03-28 12:36:28

*Columna de Axel Kaiser en El Mercurio de Martes 25 de marzo de 2014

A muchas personas, el mero hecho de formular esta pregunta les parece inaceptable. Evidentemente, piensan ellos, la desigualdad es un gran problema. Como diría la Presidenta Bachelet: la desigualdad es nuestro "gran enemigo". La declaración de Bachelet, sin duda en sintonía con el Zeitgeist, no es irrelevante. Como advirtiera John Stuart Mill, el clima de opinión intelectual define en buena medida la evolución institucional de un país y puede tener consecuencias desastrosas.

De ahí que sea pertinente examinar el postulado igualitarista críticamente de modo de establecer qué es realmente lo que ataca y qué es lo que propone. Como primera cuestión, este ejercicio requiere analizar cuál es el origen de la desigualdad. Y este no es otro, como notó Courcelle-Seneuil hace un siglo y medio, que la naturaleza humana.

Todos somos diferentes, es decir, desiguales. Nuestros talentos, capacidades, inteligencia, disposición al esfuerzo y todos los demás factores que definen nuestro ingreso varían de una persona a otra. En una sociedad de personas libres estas desigualdades afloran permitiendo que cada uno haga el mejor uso de los talentos, suerte y capacidades de que dispone para servir a otros. Esto es lo que se conoce como principio de división del trabajo que Adam Smith explicara tan magistralmente en "La Riqueza de las Naciones", obra poco leída por liberales y aún menos leída por los críticos del liberalismo.

Bajo un "sistema de libertad natural", como lo llamó Smith, habrá algunos que sean panaderos, otros ingenieros, habrá abogados, herreros, profesores, deportistas, campesinos, obreros, etc. También habrá muchos que cambien de profesión en el camino, mientras otros comenzarán pobres y terminarán ricos, y viceversa.

En este sistema los ingresos variarán de acuerdo a la valoración que el resto de los miembros de la sociedad hace del aporte de cada persona. Se trata de un sistema que satisface necesidades y deseos ajenos, y en el cual los méritos no juegan ni pueden jugar un rol relevante.

Cuando usted va a comprar carne de cerdo no le interesa saber si el carnicero fue personalmente a cazar, cuchillo en mano, un jabalí en la montaña o si el animal fue producido en masa a un mínimo esfuerzo. Tampoco le interesa si el productor de un cierto bien es buena persona. Usted no paga por el mérito sino por el producto. Si es bueno y a un precio razonable, lo compra; si no, busca otro. En ese sentido el consumidor, como explicó Ludwig von Mises, es despiadado y el empresario está obligado a satisfacerlo si quiere sobrevivir.

Esta libertad de elegir de acuerdo a las propias valoraciones constituye la esencia de la democracia del mercado y es lo que explica que Alexis Sánchez gane miles de veces más por patear una pelota que una enfermera por salvar vidas, a pesar de que lo primero sea menos meritorio que lo segundo. Lo fascinante de este sistema de libertad es que, a pesar de contravenir intuiciones de justicia bastante generalizadas, es sin duda alguna el que permite el mayor progreso económico y social para todos los miembros de la comunidad.

Si mañana un ingeniero japonés descubriera la fórmula para producir energía limpia a costo casi cero, no solo ese ingeniero se haría millonario, sino que el ingreso de la mayoría de los habitantes del mundo se incrementaría exponencialmente. Esa es la historia del capitalismo, el que indudablemente no produce igualdad sino riqueza. Cuando Friedrich Hayek observó, para escándalo de los socialistas, que la desigualdad era parte fundamental de la economía de libre mercado, no estaba más que constatando que esta se deriva del principio de división del trabajo sobre el que descansa nuestro bienestar y nuestra civilización.

En ese contexto, sostener, como hizo Bachelet, que la desigualdad es el enemigo equivale a afirmar que la libertad y la diversidad humana son el enemigo. Si no fuera así y la libertad no fuera considerada el enemigo, no sería necesario reemplazar la cooperación voluntaria de las personas por intervención estatal, que es lo que proponen los igualitaristas a sabiendas de que solo el Estado permite alcanzar, mediante la coacción, resultados políticamente deseados como la igualdad. La mejor prueba de que la búsqueda de igualdad es, a pesar del notable esfuerzo de John Rawls, necesariamente incompatible con la libertad son los regímenes totalitarios socialistas. Su máxima fue precisamente que la desigualdad y, por tanto, la economía libre eran el gran enemigo.

El resultado es conocido. Obviamente, esto no es lo que pretende Bachelet ni la mayoría de los igualitaristas. Pero el camino que proponen recorrer, muchas veces con las mejores intenciones, sin duda conduce en la dirección de restringir la libertad de las personas afectando el bienestar de la sociedad. La fórmula liberal, por el contrario, propone maximizar espacios de libertad y ayudar solo a quienes por sus medios no logran surgir. En otras palabras, para los verdaderos liberales la desigualdad no es el problema. El problema es la pobreza. Lo que importa es que todos estén mejor y no que estén igual. Si un liberal tuviera que elegir entre duplicar los ingresos actuales de todos los chilenos, desde el más rico al más pobre, manteniendo con ello la desigualdad relativa existente hoy, o reducir a la mitad los ingresos del 15% más acomodado para convertirnos en un país muchísimo más igualitario, el liberal elegiría la primera opción. En cambio, un igualitarista convencido, como Bachelet, de que la desigualdad y no la pobreza es el gran enemigo a ser derrotado, preferiría la segunda opción desmejorando a algunos sin mejorar a nadie.

La llegada del Estado social

Claudio Palavecino 16 Mar 201416/03/14 a las 10:48 hrs.2014-03-16 10:48:16

El proyecto constitucional de Bachelet tiene como uno de sus ejes básicos la introducción en Chile del llamado Estado “social”. Nos propone cambiar un modelo constitucional centrado principalmente en las libertades por otro que hace hincapié en los derechos. De esta forma se ofrece un reconocimiento y a la vez un cauce institucional a las crecientes demandas de la gente en materia de educación, salud, vivienda y pensiones, por mencionar solo las más nombradas.

El cambio en la tipología constitucional no es baladí. Mientras las libertades ofrecen espacios de no intervención de terceros en nuestras decisiones y reclaman apenas su inhibición, los derechos generan a nuestro favor obligaciones activas de parte de los demás. En el caso de los derechos llamados “sociales” tales obligaciones son mediatizadas por el Estado que figura como deudor aparente de un conjunto prestaciones. Pero, en definitiva, todas esas obligaciones se resuelven en una sola obligación contributiva que recae sobre todos nosotros. Cuando el Estado nos ofrece prestaciones concretas en materia de educación, salud, vivienda y pensiones, tarde o temprano terminará exigiéndonos su financiamiento, a nosotros mismos, por la vía de mayores impuestos, o a las generaciones futuras, por la vía del endeudamiento fiscal (Por no ponernos en el supuesto màs nefasto de la emisión descontrolada).

Este modelo, cuya crisis es ya inocultable en Europa, es el que, a todas luces, va a instaurarse en Chile y, según se ve, con apoyo transversal. Con la diferencia significativa de que quizás aquí la fiesta de los derechos sociales vaya a durar mucho menos que el medio siglo que duró en Europa. La monodependencia fiscal del cobre, la fluctuación a la baja de su precio y el incremento cada vez mayor de los costos de su explotación, unidos a los costos mismos del Estado social, impondrán rápidamente su financiación por la vía de impuestos. Asfixia fiscal, huída de inversores, ralentización del crecimiento y paro son el precio que tarde o temprano pagan las sociedades a cambio del Estado social. A los optimistas les van quedando cada vez menos contraejemplos de esto en el mundo.

Nada de lo cual le importa demasiado al constructivismo constitucional en boga, puesto que no reconoce límites en la realidad. Si bien esos límites se imponen por sí mismos, un diseño institucional errado puede dificultar enormemente las medidas necesarias para sortear una crisis. Una vez que se abren de par en par las puertas del gasto fiscal es muy difícil volver a cerrarlas. La sensatez sugiere pensar más en España y Grecia que en Alemania.