Acusación constitucional contra Harald Beyer: la política disfrazada de proceso 2

Claudio Palavecino 1 Oct 201901/10/19 a las 15:29 hrs.2019-10-01 15:29:01

Claudio Palavecino Cáceres


1. La guerra civil tiene una manifestación terrible y sangrienta, plasmada de modo sobrecogedor en el celebérrimo cuadro “Guernica” de Pablo Picasso. Pero si miramos las cosas con un ojo más sutil, la guerra civil tiene también una modalidad incruenta –aunque igualmente fratricida- que llamamos política o, mejor aún, “juego político”. Una suerte de complicado ajedrez en que cada participante es jugador y a la vez pieza y donde es difícil permanecer jugando y en cambio fácil salir del juego por movimientos ajenos o propios o incluso solo por mantenerse inmóvil.

2. Esta segunda forma de guerra civil –el juego político- es una válvula de escape para desahogar los violentos instintos del hombre que ansía y es capaz de cualquier cosa por el poder: del hombre –y de la mujer- políticos por excelencia. Cuestión vital para la Polis es que esos hombres y mujeres puedan simbólica, estilizadamente, sacarse los ojos sin que realmente lleguen a hacerlo. Y cuestión asimismo vital, ahora para los ciudadanos, es que esa guerra, en su forma sublimada, no cese jamás. Nuestras libertades dependen de que en esa guerra civil incruenta entre los poderes ninguno de ellos llegue a vencer a los demás e imponerse ¡Ay de nuestras libertades si todos los poderes de la República llegaran a alinearse en torno a una sola persona!

3. Si es cierto que Chile es un caso aparte dentro de la triste humanidad de Latinoamérica, la razón bien pudiera ser su celo por la legalidad y las formas jurídicas. De ahí que en nuestra patria hasta el asesinato político tenga que ir vestido de los augustos y pesados ropajes de la juridicidad. Nada de pistoleros champudos, ni feos sicarios. La ejecución queda a cargo de elegantes abogados que matan con sus afiladas lenguas, ponzoñosos argumentos y la púrpura cegadora de sus corbatas de seda. Se trata obviamente de una muerte política. La víctima sale del juego, pero conserva vida y hacienda. Esta muerte política está reservada para las más altas autoridades del gobierno, la judicatura y las fuerzas armadas. El arma homicida se llama “acusación constitucional” y se ejecuta, como no, tras la parodia de un juicio en que el Congreso es a la vez acusador y juez.

4. Pero el inveterado prestigio de la legalidad no debe cegarnos sobre la verdadera naturaleza de las cosas. La acusación constitucional es un arma arrojadiza del Congreso contra los demás poderes y tiene como finalidad recordarles dónde radica en último término la soberanía. La salud de la República y las libertades de los ciudadanos reclaman, de vez en cuando, una manifestación rotunda de poder por el Congreso. Un atronador rugido que deje helados a los demás poderes. Porque la sedición casi siempre viene de los demás poderes. Y me atrevo a decir que mientras más arbitraria sea esa exhibición de poder por el Congreso, tanto mejor. No se debe esperar hasta que aparezca un Catilina, porque podría ser demasiado tarde para frenarlo. Infunde siempre más terror el sacrificio de inocentes.

5. Cierto que hay debate, que los abogados de la acusación y la defensa exponen con primor sus argumentos. Pero eso no convierte la acusación constitucional en un proceso. No hay juez imparcial. Al acusado lo juzgan amigos y enemigos. Son votos, no argumentos, los que sellan finalmente su destino. La lógica de la acusación constitucional es política y no jurídica. Cuando se dirige contra los ministros se trata de una ejecución in effigie del Presidente, la víctima propiciatoria, el cordero, poco importa. Aquí miden sus fuerzas los máximos poderes de la República y el acusado deja de ser jugador para convertirse en simple pieza.

6. Pienso que Harald Beyer no era culpable de nada de lo que se le imputa. Deberes generales no son exigibles si no van acompañados de facultades expresas, específicas y taxativas para su ejecución. No existen competencias ni facultades tácitas o implícitas en el ámbito del Derecho público chileno, gobernado por un riguroso e implacable principio de juridicidad. En cualquier caso su culpabilidad o inocencia no fueron jamás datos relevantes para que prosperara la acusación constitucional. Bastaban los votos y votos hubo. Se trata de un episodio más esa incesante guerra civil que impide la otra guerra civil sangrienta. La muerte ritual del cordero que aplaca temporalmente a los lobos hambrientos de poder hasta una próxima batalla.

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