|
|
|
|
|
10 de Julio del 2004
|
|
|
|
|
Ese anacronismo llamado Universidad de Chile |
|
|
por Andrés Monares
|
|
|
|
En este mismo espacio el profesor Juan Guillermo Tejeda (ver columna
del 29 de junio de 2004: “Carta abierta a Sergio Bitar y Ricardo Lagos
sobre la Universidad Pública”) expuso su parecer sobre la actual
situación de la educación universitaria pública en general y de la
crisis de la Universidad de Chile en particular. Opinión que comparto.
Pero, a su vez, debo señalar que toda la claridad y sensatez de su
argumentación no tienen el menor sentido. Como tampoco el dirigirse al
Presidente y a su Ministro de Educación. La razón es que lo que el
profesor Tejeda expone es para un país, digamos, normal. Y el nuestro
no lo es.
El Chile actual no es fruto de cualquier neoliberalismo, sino
de una de sus expresiones más radicales: la de Milton Friedman. Sólo en
una dictadura como la de Pinochet se podía llevar adelante el
experimento monetarista, el cual en su momento ni en los propios países
liberales del primer mundo se hubiera podido realizar. Chile tiene el
extraño honor de ser el laboratorio de punta de ese nuevo doctor
Frankenstein. Si la dictadura hizo todo lo posible por asentar el
modelo y de hecho lo logró antes que Reagan y Thatcher, la Concertación
está terminando de quemar las naves para dejar la situación en punto de
no retorno.
Por ejemplo, la firma del TLC con Estados Unidos impone el sistema de
libremercado ahora jurídicamente, por lo que muchos aspectos
comerciales del país ya no dependerán ni siquiera de la ley chilena
(aunque como se trata de negocios, esta pérdida de soberanía parece que
no contradice ninguna cuestión de principios; ni tampoco es problema la
consecuente aplicación extraterritorial de la ley).
De tal modo, hay que tener la claridad suficiente para
entender que los parámetros chilenos son de los más extremistas dentro
del mundo neoliberal. Lo cual no ha sido obstáculo para que hayan sido
ampliamente validados a través de los medios de comunicación y, por más
que cueste creerlo, aparezcan como legítimos a parte importante de la
población del país. Así, lo que en casi cualquier lugar es obviamente
ridículo, perjudicial, anormal o injusto, aquí es lógico, beneficioso,
normal y justo. De ahí que se regale a perpetuidad el goce de los
derechos de agua, se privatice el mar y las riquezas minerales del país
sin siquiera cobrar un derecho de explotación o se vendan a precio de
liquidación las empresas del Estado, hasta las de sectores
estratégicos. Se entiende entonces que no es casualidad que los
organismos financieros internacionales nos pongan de ejemplo al mundo:
en Chile el inversionista extranjero puede hacer negocios con toda
seguridad.
Dentro de esta nueva “lógica” económica ultraneoliberal, la
sociedad es una sociedad comercial donde no deben haber límites ni
trabas a la mercantilización. Todo se define como “mercancía” dentro de
un sistema de mercado autorregulado, en que la acción individual
autónoma pugna por conseguir el máximo de ganancias. Al buscar su
propio interés, un privado “es conducido por una mano invisible a
promover un fin que no entraba en sus intenciones”, y “al perseguir su
propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva
que si esto entrara en sus designios”. Los ciudadanos no deben cumplir
ninguna función pública conjunta. Es mejor que como entes individuales
busquen ganancias sin ningún plan común y la sociedad se ajustará
automáticamente para mejor.
Esa extraña y mística filosofía socioeconómica y política del
siglo XVIII, deja minimizado al Estado como agente en la sociedad. El
neoliberalismo de Friedman lo dejó prácticamente obsoleto. Esa
antigualla inútil y opresiva sólo debe contribuir con lo mínimo: la
policía, los tribunales, el legislativo y tal vez una que otra cosa más
en el caso que ellas no despierten el interés lucrativo de los
privados. Incluso, los que eran entendidos como servicios públicos, son
ahora fértil campo de negocios privados.
Entonces, por el extremo individualismo comercial imperante en
Chile se valida el concebir la educación primaria, secundaria y
universitaria como una mercancía más ofrecida y demandada por privados.
A su vez, por el rechazo radical de la acción del Estado se asume que
no tendría el menor sentido mantener funcionando universidades
estatales; de hecho, no tiene sentido siquiera la educación pública en
sí (excepto la básica para los muy pobres que no pueden hacer
“efectiva” su demanda de educación).
Por esos parámetros, una universidad pública por definición sería
ineficiente en el manejo de los recursos y, por ende, en el
cumplimiento de su meta educativa. Además, tendría entre sus fines
generar conocimientos para aplicarlos a la solución de los problemas de
nuestros compatriotas, cuando la teoría imperante dice que esos afanes
generalizadores y conscientes nunca consiguen tanto bien como cuando
los individuos se dejan guiar inconscientemente por la “mano
invisible”. Luego, por dicha pretensión de las universidades públicas
de considerar en su quehacer a todos nuestros compatriotas,
establecerán planes de estudios y campos de investigación inadecuados a
los requerimientos que hoy son tenidos como relevantes: los de los
agentes del mercado o de las empresas. Con lo cual no contribuyen al
desarrollo (léase: enriquecimiento de esos mismos agentes).
De esa manera, una universidad “moderna” es definida como una
empresa privada (por tanto, de por sí eficiente) que busca ganancias al
impartir información a quienes pueden pagarla y desean estar mejor
capacitados para responder a los requerimientos del mercado del trabajo
(aquí no tienen nada que ver el país ni sus habitantes y sus
necesidades). La tarea de este nuevo tipo de universidad es producir
mano de obra calificada e investigar por encargo los asuntos que
cooperen al enriquecimiento de quienes demandan esos servicios. La
extensión puede asumirse como relaciones públicas (inversión en
imagen), se puede subcontratar o dejarse definitivamente a otros
privados.
En ese marco, la Universidad de Chile como modelo histórico de
la educación universitaria pública en el país, no tiene nada que hacer
generando conocimiento, ni buscando soluciones a problemas de los
chilenos, ni llevando adelante un proyecto cultural nacional. Ahora un
país es sólo un nombre que hace referencia a un específico marco legal
para los negocios. Ya no hay naciones, sólo mercados. Ya no hay
estadistas, sólo presidentes de directorios. Ya no hay universidades,
sólo supermercados de la información. Hoy la educación universitaria
pública es un anacronismo sin sentido y la Universidad de Chile un
fósil viviente.
Cuando se aclara el contexto al que ha sido llevado el país y
sus supuestos, se puede ver que el verdadero problema de la Universidad
de Chile y de la educación universitaria pública no es sólo de
financiamiento y/o de gestión. Que no se pretenda esgrimir como motivo
legítimo de destrucción de la Universidad las falencias que son
resultado de la política de asfixia a que la dictadura la sometió y que
en general se ha continuado por los gobiernos de la Concertación. Sino
que la cuestión central a la luz de la cual hay que considerar a la
Universidad de Chile, es el de su rol dentro de un proyecto de
educación universitaria pública que habría que elaborar, financiar e
implementar. Una vez asumida esa tarea como principio y entendiendo que
la educación no es una mercancía, sino un servicio público, si hay
problemas con las normas de la Universidad, que se modifiquen; si hay
mala gestión, que se mejore; si la institución no está cumpliendo su
rol en la generación y aplicación de conocimiento, y en la conformación
y mantenimiento de la nacionalidad, que se corrija el rumbo. Que quede
claro que aquí no se trata de defender intereses corporativos.
Sin embargo, en el actual escenario no podemos esperar que
quienes precisamente hablan de un proyecto país, entiendan la
importancia de la educación pública y sus instituciones en la
conformación de Chile como nación, en su bienestar, en su desarrollo
intelectual, y en el mantenimiento y reproducción de su cultura. Aunque
por sus cargos son las personas que hay que emplazar, todo indica que
será infructuoso hacerlo, pues ya eligieron su opción. Con estos
socialistas, ¡¿quién quiere neoliberales?!
*Andrés Monares es antropólogo y profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.
|
| |
| |
|