|
|
|
3
de
Julio
del
2004
|
|
|
Nacido el 4 de julio, nacido para matar
|
|
|
La ilegal invasión y ocupación de Irak, llevada a cabo por Bush, habría
puesto en cuestión su administración. Más allá que su gobierno de hecho
esté en cuestión desde lo que a todas luces sería el fraude electoral
que lo llevó al poder, parecería un poco ingenuo limitar ese
enjuiciamiento sólo a la administración Bush.
Es cierto que Bush ha dado cátedra de cómo ignorar y violar el
derecho de las naciones con las mentiras más burdas que últimamente se
hayan dado en el concierto internacional; que su indiferencia por las
violaciones a los derechos humanos que cometen sus tropas es indignante
(y no hablamos sólo de las recientemente publicitadas torturas a
prisioneros iraquíes, sino a las que se realizaron y realizan en
Afganistán y Guantánamo y al asesinato de cientos, sino miles, de
civiles en ambas invasiones y ocupaciones ilegales); y que llega a ser
increíble que ni siquiera disimule cómo todas esas barbaridades se
llevan a efecto en pro de los intereses económicos de los grupos
empresariales de su país. No obstante, ¿es Bush una excepción o un
ejemplo más de la ideología nacional estadounidense del Destino
Manifiesto que impulsa y legitima ese tipo de acciones?
El Destino Manifiesto es un concepto que, aunque acuñado con
posterioridad, nombra una concepción religiosa que en su esencia ha
estado vigente desde la colonización puritana (interpretación británica
del calvinismo) de los que hoy llamamos Estados Unidos. Se basa en la
doctrina de la elección de ciertos pueblos por Dios y de su
consiguiente obligación de materializar Su voluntad de someter a Su ley
al mundo y a los no elegidos o condenados. En el transcurso de la
historia estadounidense dicho dogma teológico ha tomado expresiones
particulares racistas y/o nacionalistas; o la primaria idea religiosa
se sintetizó con ellas. Sin embargo, sea como sea, es evidente su
continuidad.
Los llamados Padres Peregrinos llegados en el siglo XVII y sus
descendientes directos pretendían fundar la Nueva Jerusalém en el
desierto y, como los territorios no estaban precisamente desiertos, no
dudaron mucho en exterminar con la venia de su dios a sus ocupantes
nativos. Al estructurarse las trece colonias y posteriormente la Unión,
la piedad puritana ya estadounidense propiamente tal seguía afirmando
la preferencia divina: Thomas Jefferson, uno de los Padres Fundadores,
en el siglo XVIII mostraba su convencimiento de que “el pueblo
norteamericano era un pueblo elegido, dotado de fuerza y sabiduría
superiores”, “la más pura esperanza del mundo”. En el siglo XIX, la
continuación del genocidio de las naciones indígenas del país y la
anexión de la mitad de lo que era México, también se justificó en ambas
cámaras del Congreso y en la prensa expansionista por la urgencia de
obedecer el designio bíblico que mandaba hacer fructificar la tierra;
la que de seguir en manos de razas inferiores se mantendría infértil.
Y, a comienzos del siglo XX, el presidente Wilson afirmaba que los
“Estados Unidos poseen el infinito privilegio de realizar su destino y
de salvar al mundo”.
Considerando lo anterior, no es raro que en el siglo XXI Bush diga que
su país es un “regalo de Dios al mundo”. Y menos extraño cuando aún hoy
los niños y jóvenes realizan un juramento a la bandera en las escuelas
que afirma que Estados Unidos está regido por Dios (“under God”).
Entonces, lo que podría parecer simple populismo presidencial se
muestra sincero o, al menos, toma lógica en un país donde
aproximadamente un 94% de la población cree en Dios, un 88% que Dios lo
ama, donde el 90% reza o donde unos 50 millones de cristianos
evangélicos se oponen al plan de paz entre Israel y los palestinos del
propio Bush, ya que la entrega a estos últimos de parte de la tierra
prometida a los judíos por Jehová retrasaría la segunda venida de
Jesús.
El Destino Manifiesto, fruto la “nacionalización” del Dios
cristiano en un “dios estadounidense”, es la viga maestra de su
mitología religiosa-racial-nacionalista sobre sí mismos. Ahí radica la
fuerza espiritual, moral y patriótica que los ha impulsado a guerrear
por todo el mundo casi sin pausa durante su nacimiento como república.
Si bien es cierto que en los Estados Unidos ha existido y existe un
amplio movimiento progresista y laico, la historia demuestra su
continua ineficacia para imponer la paz a sus propios gobiernos. Esa
general “debilidad” por la guerra no se explica sólo por la conocida
ignorancia del pueblo estadounidense, ni por la actual manipulación
informativa de que son víctimas. Es un hecho que una mayoría no
despreciable de los estadounidenses han apoyado a través del tiempo los
actos ilegales, antidemocráticos y atroces de sus sucesivos gobiernos
(tanto los cometidos por ellos mismos, como por las naciones, grupos
paramilitares y sobretodo las dictaduras “amigas”). De ahí que, como
buenos estadounidenses, aquellos sólo les empiecen a molestar cuando
les aumentan los impuestos para financiarlos.
Un pueblo que cree sin lugar a dudas en su posición
preeminente en el mundo, es obvio que entienda que no puede someterse a
las reglas o leyes vigentes para el resto. Por lo que las viola desde
su autoconstruida legitimidad mesiánica o asume que posee un marco
normativo especial para él. Cuando los “americanos” celebren un nuevo 4
de julio, debemos recordar que si para Monroe América era para los
“americanos”, hace rato que el continente les ha quedado estrecho. Los
porfiados hechos nos dicen que tenerlos en cuenta no es una histérica
exageración antiestadounidense. Esta columna no lleva su título por
tratar de cine; sino de historia, actualidad y, pareciera que
lamentablemente, de futuro.
*Andrés Monares es antropólogo y profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.
|
|
|
|
|
|
21
-
3
-
2005
11
:
22
|
|
|